Los náufragos cubanos

Inolvidable aquella tarde isleña de verdes praderas y palmeras reales que la luz crepuscular hacía feérica a lo largo de la carretera. Habían almorzado en un paladar de Pinar del Rio, casa humilde casi en medio del campo, a base de excelente langosta preparada con cariño y simpatía criollos y regresaban a La Habana en un colectivo relativamente pequeño cantando canciones cubanas. Machín y sus Gardenias, Angelitos negros, Siboney, el son cubano, la Guantanamera de Joseíto, Compay Segundo (Trova, Para Vigo me voy, El carretero, De Alto Cerro, El camisón de Pepa…), Matamoros (Son de la loma, El que siembra su maíz, Lágrimas negras…). No es que medio cantaran bien ni se supieran  las letras siquiera, pero retazo a retazo, son a son, se había creado un ambiente de camaradería internacional y simpático. Profesionales del mismo Cuba, de España, de Costa Rica, de Panamá, de Honduras, de República Domonicana, de Paraguay, de Argentina, de Venezuela, de México, de Colombia, de Bolivia… En la carretera, multitud de personas que caminaban de regreso a sus casas desde las labores y les hacían autostop, pero el vehículo iba a tope.

A las 9 de la noche, ya en La Habana, asistieron a la ceremonia del cañonazo que se celebra religiosamente a la misma hora todos los días desde 1774 en el fuerte de La Cabaña, perfectamente conservado. Los protagonistas visten los uniformes militares de la época y conmemoran el toque de queda para el cierre de las murallas de la ciudad, amenazada por los piratas.

A continuación, cenaron en el restaurante cercano al servicio de los turistas.

Habían acudido a la isla para participar en un congreso en Varadero pero les habían tenido que evacuar a La Habana como consecuencia de uno de los terribles huracanes que asolan la isla periódicamente. Quizás el Mitchell. Les instalaron de forma provisional en un hotel de la Habana vieja en el que permanecieron encerrados tres días sin electricidad ni agua corriente porque el huracán se había llevado por delante las conducciones e instalaciones. Tres días jugando a las cartas sentados en el suelo del hall, iluminado por velas, junto a turistas de diversas procedencias y comiendo y bebiendo lo que se podía.

Una mañana, junto con otros, se aventuró en el malecón para ver saltar las enormes olas a prudencial distancia. Tomó un taxi bicicleta para regresar al hotel pero el vendaval era tan fuerte que cuando el joven taxista llevaba dadas solo unas cuantas pedaladas decidió apearse, pagándole la carrera completa. Era inhumano hacerse transportar en esa modalidad con esas circunstancias.

Cuando el tiempo fue permitiendo salir a pasear disfrutaron del encanto de la Habana y de sus moradores. Llegarse a la catedral, pasear arriba y abajo una y otra vez por el malecón y por las calles adyacentes, por el paseo de la plaza del Congreso. Ese clima, esa luz, esa sinfonía de los jaracandas… Disfrutaban especialmente con los inigualables daikiris del Floridita, con los que  tantas veces se había emborrachado Hemingway y con los mojitos de la Bodeguita de Enmedio en una de cuyas paredes colgaba un cartel, muestra insuperable del humor cubano:

Gentil, como serlo debe,
para que el cliente se lleve
un recuerdo de por vida,
el dueño a ofrecer se atreve
la nota así dividida,
le cobramos la comida
y usted paga lo que bebe.

Una noche regresaba solo al hotel. Era ya muy tarde. Por las solitarias calles oyó pasos detrás. Se dio la vuelta y vio que le seguía un mulato gigantesco. Se asustó, pero el gigantón le dijo no cuidado, amigo, acá estará siempre seguro. En todos los lugares turísticos había conjuntos y orquestitas de jóvenes músicos egresados del conservatorio que tocaban y cantaban maravillosamente. Los turistas les daban de promedio un dólar por cabeza y a él no le “cuadraban” las cuentas. Estos chicos, pensaba, se sacan un montón de dólares todos los días, pero un alto funcionario de la administración o un catedrático, por ejemplo, ganan 20 dólares al mes… ¿Cuántas modalidades de economía había en la Isla y cómo se las arreglaban para convivir?

Era esta la otra Cuba, que conocía bien, aunque prefiriese quedarse con la de los buenos cubanos. La Cuba de la escasez en la que se habían criado ya tantas generaciones. La que partía el alma. Un amigo, alto cargo del gobierno, persona afable y encantadora al que siempre llevaba colirios porque padecía mucho de los ojos y allí no los había, le confesó un día que el socialismo estaba muy bien, pero el precio a pagar era demasiado elevado. Esos entrañables amigos cubanos que cuando coincidían en otros lugares de América se perdían en el momento en que salían a comer a un restaurante porque no lo podían pagar y no permitían que se les invitara.

Antes de que los evacuaran de Varadero, en la ceremonia de inauguración del congreso, los organizadores, en presencia de un ministro del gobierno que presidía la ceremonia, entregaron un premio al coordinador cubano del mismo, por su larga trayectoria profesional. El premio consistía en un cheque de 500 dólares, el maná para un funcionario que ganaba 20 dólares al mes. Cuando el ministro tomó la palabra, agradeció la presencia de las delegaciones extranjeras y lamentó no poderse permitir agasajarles como ellos se merecían… “aunque se me está ocurriendo, Arnaldo, que podríamos invitarles a cenar con tus 500 dólares”. El sí bwana  iba preñado de lágrimas sordas. Cuando se fue el ministro, los asistentes organizaron una colecta para devolver los 500 dólares al expropiado, que se resistió muchísimo a aceptarlos.

Y, en cuanto al nombre de Arnaldo, los había visto peores. Como un Gary Cooper García o un US Navy Ramírez, por ejemplo.

La secretaria administrativa del congreso era novia de este Arnaldo, una joven eficaz, encantadora y extraordinariamente guapa a pesar de lucir un bigotazo negro que nadie se explicaba por qué no lo “combatía”.

Pasado el huracán, el congreso se reprogramó para la semana siguiente en el Gran Hotel Nacional, el más emblemático de la Habana. Nuestro protagonista decidió, junto con otro compañero, viajar ese fin de semana que les quedaba libre para conocer la isla más a fondo, alquilaron un auto coreano, metieron en el portaequipaje sus maletas y las carteras con los ordenadores portátiles y se fueron hasta la ciudad de Trinidad, a 4 horas en coche, Patrimonio de la Humanidad, donde disfrutaron paseando por el casco antiguo de la joya colonial de Cuba, visitaron el Museo de Arquitectura colonial con antigüedades de la época y la catedral. Durmieron la noche del sábado en una deliciosa casita de colores, bebieron canchánchara y volvieron a saborear las delicias de los camarones y langostas en sus paladares, si bien en uno de ellos les pusieron a almorzar en la terraza y se tuvieron que ir sin comer porque el calor era insoportable. Recorrieron las playas cercanas, desiertas, pero con una iluminación ideal para las fotografías, ya con el sol en declive. Acababan de salir al mercado las máquinas digitales y su compañero, excelente fotógrafo, llevaba siempre el último modelo. Recordaba especialmente una foto tomada de lejos con teleobjetivo de una playa en la que el sol de la tarde nublada ponía alfombra de plata y en medio, para completar el decorado, una gaviota goloseaba algo en la arena.

Emprendieron camino de regreso a La Habana vía Matanzas. Visitaron la ciudad, de 160.000 habitantes y entablaron amistad con unas lindas matanzeras que les hicieron de cicerone. Recordó un texto del cronista Bernal Diaz del Castillo sobre el nombre de la ciudad:

Aquel nombre se le puso por esto que diré: Que antes que aquella isla de Cuba se conquistase, dio al través un navío en aquella costa, cerca del puerto y del río que he dicho que se dice Matanzas, y venían en el navío sobre treinta personas españoles y dos mujeres, y para pasarlos de la otra parte del río, porque es muy grande y caudaloso, vinieron muchos indios de la Habana y de otros pueblos con intención de matarlos y de que no se atrevieron a darles guerra en tierra, con buenas palabras y halagos les dijeron que los querían pasar en canoas y llevarlos a sus pueblos para darles de comer. Ya que iban con ellos a medio del río en las canoas, las trastornaron y mataron que no quedaron más de tres hombres y una mujer que era hermosa, y la llevó un cacique (se refiere a un jefe indio) de los que hicieron aquella traición y los tres españoles repartieron entre sí. Y a esta causa se puso aquel nombre puerto de Matanzas

Continuaron camino a La Habana, ya bien entrada la noche. Conducía él cuando se desató una terrible tormenta tropical con relámpagos, truenos y aguaceros como jamás había visto. Las luces del coche no penetraban siquiera en la espesa oscuridad y la cortina de agua y sólo se podía guiar para no salirse de la carretera por el resplandor de los continuos relámpagos. El vendaval movía el auto de un lado a otro. Pasaron mucho miedo porque no circulaba ni un solo vehículo y tampoco tenían donde refugiarse. Por fin encontraron un bar de los escasos que están al borde de la carretera compuestos por una barra y un rústico techo con visera, sin puertas ni paredes. Se metió con el coche hasta la misma barra, pero la noche estaba tan brava que ni los sirvientes ni los tres o cuatro parroquianos que había se lo reprocharon. Se bajaron del coche y esperaron al menos dos horas, tomando refrescos y comentando el panorama con los presentes.

Al cabo de este tiempo apareció un taxista que se ofreció a guiarles hasta la ciudad. Aún no había GPS. Se fueron detrás de él. Esta vez conducía su amigo. El aguacero no había cesado, tampoco la oscuridad porque todas las luces de la ciudad se habían apagado y apenas si podían seguir al taxista que, para colmo, viendo el panorama se dio la vuelta incluso sin cobrar y les dejó tirados.

Continuaron totalmente a ciegas adentrándose más en La Habana. De pronto, al transitar por una vaguada les “asaltó” materialmente una gran riada que bajaba por una calle lateral en cuesta. El agua comenzó a entrar por las ventanillas y se tiraron inmediatamente del coche. En el maletero llevaban las maletas y, lo más importante, sus ordenadores portátiles, que eran una joya todavía en aquella época, con todos los textos y diapositivas de sus intervenciones en el congreso. Con el agua casi por la cintura, abrieron el maletero y sacaron todo justo en el momento en que este se comenzaba a inundar.

No había un alma en las calles, naturalmente. Con el agua ya por el pecho y las maletas y los ordenadores en la cabeza, descubrieron a unos 50 metros el muelle de carga de una fábrica o almacén y se dirigieron a él, luchando contra la corriente que amenazaba con tirarlos. Lograron  subirse al muelle y poner sus cosas a salvo. Esperaron horas en ese refugio, empapados bajo la tormenta que no cejaba en sus relámpagos y truenos encadenados. Menos mal que no hacía frío nunca en la isla (Cuba, dicen los cubanos, tiene sólo dos estaciones, la del tiempo y la del tren). Cuando amainó algo la lluvia, salieron muchos vecinos de las casas inundadas y comenzaron a desatascar las alcantarillas que se habían taponado con todo tipo de residuos urbanos, fundamentalmente bombonas de plástico.

Despejada en parte la calle, uno de nuestros protagonistas quedó al cuidado de las maletas y el otro salió a buscar el auto que la corriente se había llevado y que, a pesar de haber estado totalmente  sumergido, arrancó a la primera. Ahí cambió su concepto sobre los coches asiáticos. El interior estaba lleno de aguas negras y de infinidad de cucarachas ahogadas. A duras penas se orientaron por las desiertas calles y llegaron al Hotel Nacional con la madrugada muy avanzada. Salieron a recibirles los sirvientes que estaban de guardia a esas horas, dejaron el coche en los jardines y se hicieron fotos todos en las escalinatas. Ya se pueden imaginar con qué pinta. Al quitarse la ropa en su habitación comprobó que estaba totalmente negra. La ducha le supo a gloria. Durmió profundamente un par de horas. Cuando su compañero de fatigas y él se levantaron y bajaron de sus habitaciones, el congreso había empezado ya. Daba la bienvenida a los asistentes el ministro cubano de Comunicaciones e Informática quien, al verles aparecer en la sala, dijo sonriendo: «Recibamos con un gran aplauso a dos náufragos que han aparecido en el hotel, resién esta madrugada».

Francisco Ortiz Chaparro